HISTORIA
Los funerales del Rey del Estaño
Abril,
1947. Gerencia de la Patiño Mines & Enterprises Consolidated Inc. Cataví.
— ¡Murió el Rey! ¡Radiograma urgente para el Gerente De Witt C. Deringer!

CBBA. 17 de abril 2019 (REVISTA DIGITAL NUEVO MILENIO).- Simón Iturri Patiño, tenía cuarenta años cuando empezó su fabulosa vida de gran millonario, y ochenta y siete años cuando murió sentado en un paupérrimo sillón de la suite del Hotel Plaza, en el ardiente verano argentino de aquel 20 de abril de 1947. Cuyo fin no entendía nadie ni nadie sabía que el viejo solitario ya no lucharía con la furia de antes ni rompería las tercas e indomables montañas ni desviaría el peso ni el curso gigantesco de los ríos que antes podía detener con sus dos manos, pero eso fue después que se inicie como hortelano en la hacienda de los Montaño Virreira y Lanza Prada, y más tarde como modesto empleado en la casa de rescates Fricke, un año después, al terminar la centuria, fundó su primera empresa que era un pábulo de esperanza: La “Sociedad Patiño-Oporto” (1895), y la segunda: La “Empresa Minera La Salvadora, Simón I. Patiño, Uncía” (1902), y convencido que su suerte y su alucinante fortuna fascinaba a la luz del día a todos los poderes, fundó la tercera: La “Patiño Mines & Enterprises Consolidated Inc.,” (1924), y el mundo bursátil divulgó al capitalismo planetario, que Patiño era él nuevo Rey del estaño y del Imperio mineral más grande del mundo tan codiciado por las industrias, las guerras, y los espejismos imposibles.
Deringer se levantó de su escritorio y leyó tres veces el
radiograma que trepidaba entre sus manos, recordó que tres años atrás, a
comienzos de 1944, después de egresar de la Escuela de Minas de Golden,
Colorado, fue nombrado por el mismo Patiño: Gerente de la Bolivian Tin and
Tungsten Mines Corp. de Huanuni, “La Tinco”. No olvidó que una mañana viajó con
la jactancia de un predestinado en compañía de don Eduardo Fajardo a agradecer
la atención del magnate, ni desconoció que en el recorrido recordó haber oído
decir en Kami y en Araca, donde estuvo como gerente antes de su nombramiento,
que Patiño era un simple aficionado en el tema de minas, no lo confirmó, pero
notó cierta pedantería en sus palabras cuando se encontró con él y le escuchó
referirse a la montaña del Pozoconi en Huanuni:
“Vaya al norte y encontrará mineral en Boca Grande”.
Había, cierto es, una veta de baja ley en esas galerías
desahuciadas, donde el geólogo Mark Bandy perforó cientos de metros sin ninguna
fortuna, ¡pero yendo al norte encontraron una gran veta, y luego otra que dio
2.500 a 20.000 toneladas de estaño, o sea 5 a 40 millones de dólares!, Deringer
recordó sus palabras: “Vaya al norte y encontrará mineral…” Al despedirse, supo
que Patiño no se asomó por el Pozoconi hace 20 años atrás, pero confirmó que
poseía una memoria, una intuición y un sexto sentido característico del hombre
raro. Pero eso fue antes, cuando de a poco empezó a edificarse el Imperio,
ahora el Rey, había muerto.
Un pitazo atiplado hizo correr a la gente hacia el andén de la
Estación de Cochabamba adonde llegó el tren braceando sus émbolos grasos y
luciendo una gran escarapela negra que dejó de flamear cuando chirriaron sus
ruedas sobre los rieles de acero y lanzó un bufido de cansado. Una partida de
hombres escogidos para conformar la guardia fúnebre bajó el ataúd según el
orden dispuesto por la comisión imperial.
Tras el cortejo y de negro, abriendo camino entre el fragor de
los desconsuelos, iba la viuda del brazo de sus dos hijas Graciela y Luzmila
junto a sus esposos, al lado iba su hijo Antenor y dos de sus nietos con una
volubilidad de fríos y serenos y una imborrable tez altiplánica con mezcla de
flema inglesa. La gente de modales decentes y con una sarcástica pasividad,
hizo gala de su mesura para ocultar su indolencia espartana, y los subalternos
que debían tributarle un gran homenaje se sintieron desamparados pese al
privilegio de su ostentación, ahora que el Rey había muerto.
El día 2 de mayo, el séquito fúnebre ingresó a la Catedral por
la puerta enorme con el ataúd del Rey por delante, haciendo prevalecer su
derecho solidó y valedero de que sería hoy y siempre el primero incluso en las
más tristes circunstancias. Tras del ataúd, entró el representante del gobierno
con el traje negro que estrenó hace cuarenta noches en la posesión presidencial
junto a la plana mayor del PURS, fue cuando besaron la cruz y juraron que
serían los mejores servidores públicos de la patria. Atrás hicieron tropa los
ministros, las autoridades y sus empleados con la cara triste como se instruyó
en la reunión de emergencia. Al final entró el pueblo con el luto gastado
mirando a la zaga si según sus pálpitos aquella aparatosa solemnidad era el
entierro más célebre a quien la fortuna le fue bondadosa a veces por no y a
veces por haberle dado muchas cosas, como no cocerlo en la paila de los
desheredados, o haberle dado la gracia de que el diablo le lea las Escrituras
al revés.
En la liturgia, hubo en todas las expresiones una obediencia
cristiana, menos en el momento de dar el óbolo que los benévolos se negaron a
proveer arguyendo que no era dable dar limosna para el muerto más rico del
mundo, ni tampoco dar paso a los atrevidos que se abrían paso a codazos para no
perder la ocasión de salir por la puerta delgada destrozándose las costillas
con tal de vencer los límites de seguridad y tomar parte del cortejo que salió
hacía la hacienda de Pairumani, en cuyo camino se elevó una nube de polvo
silenciosa y sucia que fue venteada por los cientos de pañuelos blancos que se
convirtieron en moqueros cuando los dolientes llegaron con la mirada encantada
hasta el portón blasonado de la hacienda, mientras tañían las campanas de
bronce que tenían los nombres de Albina, Graciela, Elena y Luzmila.
La gente contempló las glicinas, los tulipanes, los lirios, los
tusilagos, y la casona con las paredes forradas de sedas claras y telas de
Génova. La cristalería verde y dorada como el brillo de los jardines
florecidos. Nadie podía creer ni librarse de aquella hechura de colores que
descolorían y menguaban sus rostros morenos, y entonces fingían un júbilo
ausente, y simulaban alegrías para no profanar la reciente hostia, y así,
sintiéndose miserables al lado del esposo inútil, llegaron con los ojos
entrecruzados de fascinación hasta la sombra de los cipreses del mausoleo
privado, donde oyeron los primeros gemidos ceremoniosos y la reacción del
pueblo cuando bajaron el féretro a la cripta. Alguien pidió un último
Padrenuestro, otro propuso un discurso de circunstancias para el venerado. El
primero gritó: ¡Era católico...! Y un anciano respondió con recia voz:
— ¡Al diablo los católicos! ¡Él era minero, y yo sé cómo se reza
a los mineros!…
Uno se acercó temeroso al ver su actitud, y no se le ocurrió
nada más que preguntar si lo conocía.
— ¡Y no he llorado siquiera! —respondió−, tal vez me pregunten
por qué no lloré, y responderé que lo ignoro, o diré mil mentiras y todas
verosímiles como las de ustedes que lloran por llorar. Pero yo sé cómo hizo
fortuna con nuestro infortunio, lo conocía de toda la vida y más aún en el
sentido que él pensaba de los obreros, y hoy asisto a su entierro, como no iba
a hacerlo si viví para verlo morir...
… Por cierto, el nombre de
ese hombre, no revelaré.
FUENTE: Radiograma para el Gerente Witt C. Deringer ABRIL 1947
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